Capítulo 3

Esa noche, como otras, había ido con Juanita a un bar del Centro, un sótano ruidoso donde se comen huevos revueltos con jamón y papas fritas y se toma vino tinto. Era viernes y era la una de la madrugada, un poco tarde para quien trabajó cuarenta y cinco horas esa misma semana, y ya pasa de los cuarenta años.
Estábamos sentadas en el fondo del local y había mucha gente bebiendo en la barra, esperando una mesa o circulando en busca de una cara familiar con quien compartir un momento y tomarse algo. En la escalera de acceso se veía un embotellamiento de personas subiendo, bajando, mirándose, saludándose.
Trabajábamos en el mismo Ministerio, ella en la Asesoría Financiera y yo en Jurídica, aunque a veces pasábamos semanas enteras sin cruzarnos siquiera. Nuestra relación no solía pasar de almorzar juntas alguna vez en la cafetería o de charlar camino al garage donde guardábamos nuestros autos, pero desde que yo me había mudado a pocas cuadras de su casa había surgido la costumbre de encontrarnos una vez a la semana para salir de noche a ventilar el cansancio o la soledad.
Para nosotras había llegado la hora de las confidencias, ese momento en que saciada el hambre, el vino se entrevera con la sangre hasta soltar la lengua y la risa. En general me entretenía su charla superficial que fluctuaba entre la astrología, las dietas y las marcas de ropa, me divertía el alegre vacío con que se planteaba nuestra relación, aunque yo sospechaba que ella era algo más que eso que mostraba. Anteriormente, habían sido muchos los viernes en que yo había monopolizado la conversación, aburriendo a Juanita con el entusiasmo de mi nueva casa, de mi recién estrenada independencia. Esa noche me sentía dispuesta a retribuir su paciencia para escucharme hablar de pinturas de paredes y remates de muebles, y le pregunté si estaba saliendo con alguien en especial. A pesar del cansancio, intenté imprimir algo de interés en mi tono de voz. Me dio la impresión de que ella vacilaba antes de contestar.
- Sí, hace un tiempo conocí a un tipo que me gusta y ahora estamos
saliendo. Es actor.
- ¿Actor? ¿Salís con un actor? —el interés surgió solo, espontáneo.
- Sí. Como de otro ambiente, ¿no? Es lo que me gusta de él, que sea
diferente a mí. Nada de horarios ni de oficina ni de ropa formal. Aparece un día y
desaparece dos o tres. Hoy me prometió que si no sale muy tarde del ensayo se da una
vuelta por acá. Dale, no te vayas, así lo conocés.
Yo no me sentía muy afín a soportar encuentros románticos ajenos, pero en un repentino arranque de solidaridad acepté la propuesta de Juanita. Entretanto, continuaríamos vaciando nuestra botella de tinto.
El tiempo se fue haciendo redondo como el merlot que bajaba por mi garganta, rodó una media hora y después otra sin que yo me diera cuenta. Cuando ya casi no quedaban cosas que decir ni vino para trasegar de la botella al cuerpo, cuando ya empezaba a haber más bostezos que palabras, Juanita señaló hacia la escalera con el dedo, luciendo una sonrisa que desplazó todo el aburrimiento que se le había ido juntando en el rostro.
- Allá está Federico —casi gritó.
Me pareció ver un grupo de tipos parados en la escalera mirando hacia donde
estábamos, pero no tuve ganas de ponerme los lentes, que a esa hora seguramente no
encontraría.
- Es el de pelo largo.
Un grupo difuso bajaba la escalera, las formas se fueron aproximando hasta parecer gente, y pude distinguir al tipo que ella me señalaba, pelo castaño, alto, elegante. Le encontré cara conocida e intenté recordar dónde lo había visto. Yo no suelo frecuentar los ambientes artísticos, y los actores no suelen frecuentar mi oficina en el Ministerio, pensé. Pero de algún lado lo conocía. Después me acordé de que lo había visto algunas veces al pasar, en el barrio de la casa de mi madre. Hasta me pareció recordar que ella me lo había señalado por la calle, diciendo que hacía trabajos de electricidad. De algo tendrá que vivir un actor, pensé.
Juanita me pidió que la esperara un momento y antes de que pudiera contestarle se perdió entre la masa de cuerpos apiñados. A esa altura de la noche el boliche parecía a punto de explotar y me dio claustrofobia sólo pensar en atravesar todo el local para llegar a la escalera que llevaba a la calle. Lamenté no haberme escabullido antes, no haber dejado la solidaridad para mejor ocasión.
Pasaron los minutos y mi amiga no aparecía. Seguí pensando en lo encerrado del lugar y me fue entrando el pánico de imaginar que se me cerraban los pulmones en un ataque de asma y no podía respirar, que necesitaba tomar aire y no podía salir a la calle porque la escalera estaba bloqueada por una multitud que no me escuchaba ni me dejaba pasar. Recordé un pub subterráneo en Londres que se prendió fuego, un lugar en el que las llamas provocaron el derrumbe de la escalera de acceso a la calle, pensé en toda aquella gente atrapada en su tumba candente mientras las gotas de sudor me corrían por la espalda y un temblor se apoderaba de mis manos. Tenía que controlarme y no dejar que la imaginación se desbocara o el terror al encierro avanzaría y me rodearía hasta angustiarme, y el local se comprimiría y me aplastaría hasta volverse la tumba del amontillado.
Me puse de pie para tratar de llegar al baño y mojarme la cara, y al hacerlo volqué mi copa y golpeé una silla de la mesa de al lado, que cayó y quedó tirada en el suelo, como un cuerpo en el campo de batalla. Sin volver la vista avancé tambaleándome entre la muchedumbre, valiéndome de los codos, de los hombros, de las caderas. El sudor seguía corriéndome por la espalda y sentí el pelo pegado al cráneo. En un momento perdí el sentido de la orientación y creo que di varias vueltas por el local, chocando contra gente que no me registraba, que no me veía. Me faltaba el aire y estaba mareada, desorientada.
Cuando encontré el baño abrí la puerta, me zambullí en el interior, me encerré con un golpe, pasé la falleba, apoyé el cuerpo contra la pared fría de baldosas y respiré hondo, una vez, dos veces, diez veces hasta que sentí bajar las revoluciones. Tenía la cara mojada, pero no supe si eran lágrimas o sudor. Deslicé la espalda contra los azulejos hasta quedar sentada en el suelo frío, crucé los brazos sobre las rodillas, puse la cabeza entre las manos e imaginé que estaba sola, sola, sola. Respiraba y la tranquilidad volvía con el silencio.
A los pocos minutos empezaron a golpear la puerta.
- Está ocupado -susurré.
Volvieron a golpear, más fuerte.
- Está ocupado, mierda.
Me puse de pie, despacio. Fui hasta la pileta y me tomé un tiempo largo para mojarme la cara y los brazos. Dejé la canilla abierta un buen rato, escuchando escuché el sonido del agua que caía sobre la superficie lisa mientras afuera seguían golpeando. Maldita suerte, tendría que salir. Abrí la puerta con fuerza y me enfrenté a una cara boba, enmarcada por un pelo violeta y azul, que me obstruía el paso.
- Correte, imbécil —grité sobre el estruendo, empujándola.
El lugar se estaba vaciando muy rápido y vi a Juanita que conversaba con el tipo de pelo largo, tomándolo de los codos y franeleando como si estuvieran solos en el mundo. A él no le podía ver la cara, pero era evidente que estaban en la etapa de los jueguitos eróticos, tan agradables de practicar pero tan frustrantes para mirar de lejos. Y la muy guacha se transaba al tipo sin importarle un rábano que yo llevara casi media hora esperando, colgada de un clavito, enferma de claustrofobia.
Pasé muy cerca de ellos, pero entretenidos como estaban no me vieron. Yo di la vuelta hasta quedar de frente a Federico. Tenía unos ojos impresionantes color castaño-miel-verdosos, con unas pestañas como pintadas. Su voz me llegó al oído, grave y profunda, una voz trabajada de actor. Disimulada entre la gente que iba quedando, los miré tocarse mientras hablaban, rozarse los cuerpos aprovechando la proximidad a la que obligaba la escasez de espacio. Qué guacha, pensé de nuevo.
Volví a la mesa y empecé a recoger mis cosas para irme, para borrarme de aquel sitio donde nadie repararía en mí aunque bajara un plato volador sobre mi cabeza.
En algún momento la multitud anónima había empezado a convertirse en un conjunto de seres con rostro, pero a esa hora de la noche yo ya no era capaz de reconocer ni a mi madre. Fui hasta la mesa, me colgué la cartera al hombro y pagué la cuenta. Creo que fue entonces que Juanita volvió a la mesa.
- Perdoname que te haya dejado un rato sola.
- ¿Un rato? Me tuviste de seña más de media hora.
- Dale, no te enojes. Estaba hablando con Federico.
Tomamos un taxi. En el camino de vuelta yo me dormía y ella no paraba de hablar planeando una reunión en su casa para el sábado siguiente donde invitaría a sus amigos para presentarlos a Federico. A esa altura de los planes dejé de escucharla. Entre sueños, me vi en una fiesta, en un contenedor de metal sin aberturas, hermético, y allí dentro había tanta gente apiñada que era imposible dar un paso ni moverse. Sólo podía estar parada, sin posibilidades de avanzar ni retroceder, encajada entre la multitud, los codos pegados al cuerpo. Desesperada, miraba alrededor buscando una salida pero no se veía nada más allá de un metro porque el aire estaba denso de humo y de tinieblas. Quise hablar, pero nadie me contestaba. Grité con todas mis fuerzas, pero la música sonaba muy fuerte y nadie me escuchaba. Intenté respirar y sentí los pulmones a punto de estallar y...
Juanita me despertó en la puerta de mi casa. Salí del taxi boqueando como un pescado y creo que no me despedí.

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