Capítulo 2


El tío Ignacio podría haberme dejado en su testamento el caserón de Sayago o el chalé de Playa Hermosa o el décimo piso sobre la Plaza Cagancha. Pero me dejó el apartamento del parque Villa Biarritz y, en el acto trivial de tomar esa decisión -lo imagino con el vaso de whisky en la mano, tirando una moneda al aire o sacando de una bolsa papeles con el nombre de cada sobrino-, cambió mi destino en forma tan definitiva como imagino que sólo puede hacerlo Dios o el azar, que es el dios de los que no creen.Así fue que me decidí, pasados los cuarenta, a lanzar mi propio grito de independencia, a enfrentar a mi madre —con quien había vivido casi toda la vida, excepto mis dos años de matrimonio con Andrés— y decirle chau pinela, me voy, me rajo y que te garúe finito. Y ella hizo lo que debía o lo que podía, intentó la última manipulación, el postrer recurso de decirme “¿me dejás en éste caserón, sola con mis nanas?”, quiso colgarse de mis culpas, en una maniobra burda que advertí a tiempo.Porque nadie llora cuarenta años con la misma telenovela.Y un día me encontré saliendo para siempre de la casa de persianas verde inglés en la que viví demasiado tiempo, con las pocas pertenencias que quise conservar metidas en una valija gris, y el entusiasmo de enfrentar las páginas blancas de un futuro que en aquel momento no hubiera podido predecir.El resto de mis cosas, lo que había amontonado en tantos años y no entró en la valija —todo, todo lo que yo había sido hasta entonces— lo cargué en el auto y terminó sus días en un contenedor de basura de un barrio lejano. Aquel no fue sólo el rito simbólico de dejar atrás la vieja piel, sino un acto que cumplió un fin terapéutico, como lo cumple una amputación necesaria. Fue el abandono físico de todo lo que ya nunca volvería a ser. Decidida como estaba a dejar atrás mi vida anterior, comencé por reducirme a lo más esencial: a mí misma.Tal vez haya sido esa actitud minimalista la que me llevó a mudarme a mi nuevo hogar con un mobiliario de campamento, lo justo para cubrir las necesidades básicas de una supervivencia más que austera. En un remate compré una cama vieja, de aquellas de una plaza y media, que me daría la comodidad necesaria para descansar y ocasionalmente tener sexo, pero que sería insuficiente si alguien llegaba a pensar en quedarse a dormir. Después de tantos y tantos años deseando estar sola, no estaba dispuesta a admitir ninguna presencia -ni más ni menos fija- que echara su sombra sobre el blanco ininterrumpido de las paredes, ninguna voz que poblara de ecos mi silencio, ninguna compañía que llenara la soledad de los espacios vacíos. Una heladera usada, una mesa rústica con cuatro sillas, dos butacas estilo inglés tapizadas en pana verde y raída, una planta y mi computadora portátil completaron el alhajamiento de mis interminables ciento diez metros cuadrados de vacío.Dejaba atrás la relación con mi madre, los chantajes emocionales, las mezquindades de labios apretados. Cuatro décadas de historias de convivencia, ocho lustros descubriendo cada día que no éramos afines, cuarenta años que se habían ido prolongando por razones que hasta hoy ni yo misma sería capaz de explicar. Dos adultas enfrentadas, dos concepciones del mundo. Y una sola casa. ¿Quién habría sido el que idealizó los lazos que unen a una madre y una hija? Alguna huérfana, por cierto, que no tuvo que disputar su madurez a última sangre en un ring side silencioso de persianas bajas, licor de anís y olor a naftalina.Yo había sido todo lo rebelde que se pudo ser al final de los setenta, usaba jeans gastados, me colgaba símbolos de la paz al cuello y creía desafiar a la dictadura militar pegando carteles con engrudo casero y llevando en el bolso el Diario del Che Guevara. Hubo algunas clases de teatro en un tugurio alternativo, algunas reuniones que creíamos clandestinas y poco más que eso, pero todavía recuerdo que al volver por las noches, la mirada de censura en los ojos de mi madre me hacía sentir como Atila devastando su sala de estar. Ella sacudía la cabeza y preguntaba:- ¿Éstas son horas de llegar? Y mejor ni saber dónde habrás estado... En estos tiempos que corren, hacerse la rebelde no puede traer más que problemas. ¿Verdad, Sergio? Mi padre apenas levantaba la vista del diario en un gesto tan breve que jamás entendí si asentía o discrepaba o no le importaba en absoluto.Y entonces, en el setenta y nueve, murió Laura y todo tuvo que cambiar.Al principio me preguntaba si mi transformación fue una reacción frente a la angustia de mis padres o si mi propia nostalgia por mi hermana tuvo algo que ver. Algo me fue llevando a asumir, dentro y fuera de la familia, roles que siempre habían sido suyos, y hoy no sé si los hice míos obligada por las circunstancias o si los tomé por asalto en un acto casi de despojo hacia mi hermana, en una venganza póstuma a la corrección sin fisuras que había sido el distintivo constante de su vida. Al año siguiente entré en la Facultad de Derecho, dejé las reuniones políticas y el teatro. Y aquella vez también tiré mis cosas a la basura, mis jeans gastados y mis gorros de lana de colores, entré a trabajar en el Ministerio y comencé a vestirme con sus camisas de seda. Al año de su muerte, yo era una hija considerada, una funcionaria colaboradora, una vecina amable. Yo era casi, casi ella.El tiempo pasó, el dolor de su pérdida se fue diluyendo en la rutina del día a día, pero yo seguí siendo tan como había sido Laura que, creo, hasta llegué a olvidarme de mí. Sin proponérmelo, había entrado en el laberinto de hacer siempre lo que se nos dice que se debe hacer, y así los años se fueron amontonando unos sobre los otros, sin que yo pudiera encontrar la salida de mi prisión de convencionalismos fáciles, de actos reflejos correctos.No sé qué día ¾si tal cosa sucede en un día preciso¾ me di cuenta de que había pasado años jugando a representar a otra, a ser Laura o quien los otros querían que fuera —mi madre, mis jefes, mis amigos, Andrés—, tantos y tantos años que ya casi había perdido la conciencia de mí misma, aunque en alguna parte todavía quedaba un hálito de rebeldía que fue el que me guió en el camino de vuelta. Recuerdo haber comenzado por tener la sensación de que había pasado el tiempo de la buena letra, de los modales aprendidos, de la moral de los otros. En adelante, me dije, yo pensaría mis propias ideas y todo lo que sobrara podía irse al mismísimo carajo.Y como si todo obedeciera a un plan cósmico, el tío Ignacio acertó a morirse, y con su muerte se acabaron las razones para seguir viviendo en la casa de mi madre y para seguir jugando a esconderme detrás de Laura.Era el momento de volver a ser yo.Cuando por fin tomé posesión del legado de mi tío, cuando llegué al apartamento y dejé la única valija que traía conmigo en el piso, miré alrededor la enorme superficie desolada y pensé que mi casa se parecía más a un inmueble en venta que a un hogar. Decidí que aquello me gustaba y que así quedaría, porque en las interminables paredes blancas yo respiraba por primera vez mi propio aire. Sentí que toda la vida había estado navegando para llegar a aquella playa, un lugar desierto donde ni un Viernes tenía derecho a dejar sus huellas.Después de cerrar la puerta comprendí que era en ese espacio monacal donde yo quedaría, por primera vez, a merced de mí misma.Y el que estuviera vivo en la mañana, que recogiera los cadáveres.

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